P. Fredy Peña T., ssp
De acuerdo con el evangelio, los sentimientos de plenitud y felicidad no se dejaron esperar en los discípulos y todo se sintetizó en que “los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor…”. Sin duda, son palabras profundamente humanas, porque por fin el Amigo perdido ha vuelto y puesto que no viene de un lugar cualquiera, sino de la propia muerte ¡El Señor la ha superado! Sí, Jesús resucitado es la Verdad que da esperanza y sentido a nuestra fe. Y lo que nos ofrece no es una alegría cualquiera, sino la que genera el don del Espíritu Santo.
Es hermoso vivir y saber que –como hijos adoptivos de Dios– somos amados, porque él solo sabe amar. Por eso se entiende la alegría de los discípulos, ya que el soplo del Espíritu Santo los lleva a una experiencia donde los “sentidos” pasan a un segundo plano. Ahora, viven la experiencia del Espíritu Santo, que se verá reflejada en las palabras de Jesús: “donde dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré; porque estuve enfermo y me visitaste; vayan y anuncien la Buena Noticia”. En Pentecostés se confirman las palabras del Señor, porque es en la fe donde podemos verlo y él viene a nosotros en cada enfermo, discriminado, desahuciado, desilusionado y desesperanzado. Él nos vuelve a enseñar sus manos y el costado para que lo veamos y constatemos para qué vino al mundo.
Dice el evangelio que los discípulos estaban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Y quién por causa del evangelio no ha sentido la tristeza, el miedo e inseguridad, como una condición sine qua non por la que ningún discípulo de Jesús puede escapar. Por eso el Espíritu Santo “consuela” a los temerosos, perseguidos y también a los que dejaron de creer. Solo él puede darnos la capacidad profética de entender la Escritura y comunicar la Palabra de Dios (cf. Hech 2, 4ss); quitar los miedos y darnos su fortaleza (cf. Hech 4, 31ss); abrir el corazón para acoger al prójimo (Cf. Hech 15, 1ss). En tiempos difíciles, roguemos: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más preciado, tu alegría.
“’¡La paz esté con ustedes! ¡Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes!‘” (Jn 20, 21).