P. Fredy Peña T., ssp
Siempre la vida de Jesús estuvo amenazada por la muerte, pues desde niño convivió con la persecución y hasta su vida adulta, tuvo que lidiar en un contexto y sociedad que le fue hostil y que finalmente sentenció su muerte. No tuvo tiempo de triunfar y desde el principio de su Ministerio público se tramó su epílogo. Pero, la muerte atroz de Jesús no puede desligarse de su vida y de su predicación, pues su Pasión fue el culmen de una existencia, cuyo objetivo fue hacer la voluntad de su Padre y la realidad del Reino de Dios.
Asimismo, su crucifixión y muerte no pueden desligarse de sus palabras y acciones, como tampoco de su autoridad moral, de su relativización de la Ley y del Templo o su nueva imagen de Dios como Abba. Todo contribuía a plasmar en vida: su cercanía con los pecadores y excluidos, su exigencia de conversión, su crítica profética contra los dueños del poder socio-religioso-político… Es decir, su vida provocó el conflicto y la oposición de las autoridades judías y romanas hasta acusarlo de “blasfemo”. Recordemos que la blasfemia era un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte y Jesús se proclama así mismo como Mesías y rey. Además, la reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado.
Los evangelios nos enseñan que la Pasión y la Crucifixión han de ser leídas e interpretadas a la luz del Antiguo Testamento (Salmo 22 e Isaías 53). Jesús aceptó el sacrificio de su Pasión y muerte por puro amor, pues si el amor es la verdad de Dios, la cruz es el símbolo del amor más grande expresado por alguien. Jesús crucificado es el verdadero Rey porque se despoja del poder que busca ser servido, y, al contrario, se posiciona como el “último” para servir. Por eso, que el ramo bendecido durante el “domingo de ramos” nos recuerda que el señor transforma su pasión en don; convierte sus sufrimientos y su muerte en una entrega total de sí mismo, pero no para sí, sino también para quienes aún creen que su muerte no termina allí, sino en la Vida eterna.
“Entonces Jesús, dando un gran grito, expiró. El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15, 37-38).
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