El discurso de Jesús, como Rey del Universo, no está en describir los acontecimientos finales de un «acabo de mundo», sino de inculcar la preparación necesaria para el encuentro definitivo con Dios. Pero al mismo tiempo coloca de relieve lo que significa su figura, con su reinado y señorío, que acoge a quienes supieron y tuvieron amor misericordioso con el prójimo, al igual como él lo hizo.
Las acciones de Jesús cobran vigencia, en la solemnidad de Cristo Rey, porque nos lleva a vivenciar su redención, recordar sus proyectos, asimilar sus ideales y a darnos como ofrendas vivas para instaurar su Reino. Así, Jesús asume la imagen del rey que anuncia su señorío universal y promete la salvación a quienes le han confesado valientemente, a los que escucharon y cumplieron su Palabra, a los que fueron ofendidos y supieron mostrar misericordia; porque en el ocaso de nuestra vida llegaremos a ser juzgados, según el amor práctico que hayamos manifestado.
No obstante, más allá de estas consideraciones, la doctrina de Jesús excluye el espíritu financiero, es decir, el hacer algo para recibir una recompensa de Dios; sí así fuera, Dios no tendría más remedio que premiar al fiel. Sin duda que esto sería manipular y tergiversar el amor gratuito de Dios. Por tanto, si algo hemos aprendido en la vida de fe es que todo debemos hacerlo por amor a Dios y nada más. Después vendrá la invitación del Señor, como justo rey, a heredar su Reino: «porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y…». Sin duda que los «predilectos» de Jesús son los que no saben, no pueden, no cuentan o no tienen cómo retribuir. Por eso, para comprender el reinado de Jesús y su dinámica hemos de discernir que no son las buenas intenciones, ni las bellas palabras, las que cuentan al final, sino los gestos concretos de caridad.
«Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25, 34).
P. Fredy Peña T., ssp
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