Según la parábola de los talentos, somos invitados a trabajar por el Reino de Dios y obtener los frutos que Dios espera. Sin embargo, se desprende de esta casi siempre una enseñanza pedagógica-moral y quizás no hemos reparado que el verdadero talento que se nos ha dado es el propio «Jesús». Sin perjuicio de ello, la parábola alcanza su punto de tensión en la conducta del sirviente con su talento y su rendición de cuentas ante el juicio de Dios.
En los tiempos de Jesús, un talento equivalía a seis mil monedas de plata (denarios) y un denario era el salario por un día de trabajo. Además, en la Palestina del siglo I los bienes eran limitados, es decir, estaban repartidos entre las familias y no podían aumentar. En consecuencia, cuando alguien se enriquecía lo hacía a costa de otros. Por eso que la avaricia y la ambición eran pecados graves y lo son aún. No obstante, Jesús presenta una situación crítica y muestra un amor exigente, que reclama para sí una lealtad a toda prueba. Así sucede con el Reino de Dios: se entra en él o se queda afuera; se enriquece junto a él o se empobrece cada día.
Jesús denuncia la inconsecuencia de los que reciben su mensaje del Reino y más tarde se refugian en una seguridad estéril. Porque han sido llamados para fructificar los talentos o dones recibidos durante el tiempo presente. Lástima que todavía algunos no entienden que el más grande de los dones ha sido la participación en la vida divina y lo que conocemos como la vida de la «gracia». Hoy no solo los ateos, sino también cristianos, entierran sus talentos y no quieren arriesgar nada en nombre de Dios. Viven aislados, apáticos, empobrecidos en el espíritu y desilusionados. Lastimosamente, han olvidado que la fe y la gracia crecen acogiéndolas, custodiándolas y donándolas completamente y sin esperar nada.
«Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil; allí habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 25, 30).
P. Fredy Peña T., ssp
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