La escena evangélica de este domingo es una manifestación más de la identidad de Jesús a la luz de la Pascua y lo muestra caminando sobre las olas, disipando los temores y suscitando la fe de sus discípulos. El Señor, por medio de su palabra y presencia, infunde paz y confianza a los que le acompañaban en la barca. Sabemos que la barca se ha utilizado como imagen de la Iglesia siempre en peligro, pero también saliendo a flote. En esta barca, corre peligro el apóstol que más tarde será la cabeza de la Iglesia. San Pedro no teme porque se hunde, sino que precisamente se hunde porque teme. Sin duda que él personifica a aquel creyente que sigue al Maestro con audacia, titubea, duda y falla en el peligro, pero es salvado por Jesús. El débil Simón se convertirá en Pedro, la piedra sobre la que se asentará la Iglesia de Jesús. Su fortaleza, evidentemente, no vendrá de su naturaleza, sino de la promesa hecha por Jesús: «Tranquilícense, soy yo; no teman». En efecto, el miedo es el que lleva a confundir a los discípulos y creen que Jesús es un fantasma.
Por eso, si no hay intimidad con Jesús, su presencia nos genera temor, lo confundimos con un fantasma, con un juez riguroso, porque el miedo paraliza todo acto de caridad como también todo gesto de misericordia. Rogamos al Señor que nos ayude, pero nuestro corazón y mente no están llenos de confianza en él, sino en otras seguridades que no son él. Somos invitados, como Iglesia, a romper con viejos prejuicios y seguridades para depositar toda nuestra confianza en la presencia permanente del Señor resucitado. Solo así podemos rogar a Dios, no para que nos resuelva algún problema, sino para enfrentarlo con la ayuda de él. Roguemos pidiendo fe para experimentar a Jesús como el único capaz de darnos su mano siempre y reconocerlo en todo lugar y circunstancia como el «Hijo de Dios».
«Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”» (Mt 14, 31).
P. Fredy Peña T., ssp
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