Tibieza y desorden de vida: La vida del cristiano necesita un norte, unos ideales y medios para conseguirlos. Nuestro discipulado debe estar orientado a la unión personal con Jesús y al servicio del Reino en los hermanos. El camino de la fe debe estar entretejido de interioridad y de exterioridad. Asimismo, buscar ese equilibrio es una tarea permanente. Por esta razón, la tibieza rompe la armonía entre ambas e introduce un desorden general en el espíritu. Los ideales cristianos que hasta ese momento parecían claros y asumidos se vuelven un poco más oscuros y confusos. Además, la exterioridad invade la interioridad, la acción predomina sobre la reflexión, la oración y formación permanente.
Con la llegada de la tibieza, la centralidad del Señor, de la gracia y de la oración, quedan disminuidas. Ya no es sólo Jesús nuestro primer amor. La persona y misión del Maestro empiezan a competir con otras personas y actividades casi de igual a igual. Aunque en lo exterior pueda seguir habiendo un cierto orden y rutina religiosa, en lo interno, hay conformismo y desmotivación. Va surgiendo un gran vacío de sentido, ya no hay mayor interés por tener un itinerario claro de vida espiritual, se vive sencillamente al día. Ahora lo que viene de afuera es lo que toma la prioridad y el timón de la existencia. De aquella clara y alegre entrega primera a Cristo y su amistad, queda una idea general y difusa, incapaz de dar armonía, orden y radicalidad a la vida.
Tibieza y vida de oración: La oración es el momento privilegiado para estar con el Amigo, para acoger su invitación a permanecer y descansar en él: “Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, que yo los aliviaré… y hallarán descanso para sus almas” (Mt 11, 28-29). La oración más que un trabajo es un descanso, es una pausa reparadora: “Vengan, retirémonos a un lugar desierto para que descansen un poco” (Mc 6, 31). En ese trato de amistad (Santa Teresa), podremos hacer nuestra la gozosa afirmación del Apóstol San Juan: “Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16). La oración es fuente de alegría, paz y deseos de una mayor entrega. En ella, se cumplen las palabras de Jesús: “el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Además, la tibieza enfría la búsqueda de la unión personal con Jesús, y crece el debilitamiento y desinterés por llevar una vida fiel de oración. Se comienza por pequeñas y reiteradas fallas. La meditación, la lectio, la liturgia, la confesión sacramental; van postergándose, reduciéndose en el tiempo, o simplemente se abandonan. Otras “prioridades” desplazan la primacía absoluta de la vida de oración. Este desorden y poco interés favorecen el enfriamiento espiritual. Generalmente se sigue llevando un esquema básico de oración, pero cada vez con menos fervor y profundidad, manteniendo más un cumplimiento externo que un culto interior en “espíritu y verdad”.
La tibieza incapacita para perseverar amando cuando se siente la ausencia de Dios. Al estar débil la vida de fe, el silencio de Dios desconcierta y asusta. El espíritu está poco templado para vivir en abandono y paz la lucha espiritual. Toda dificultad en la oración cansa y confunde, dando la sensación de sequedad y pérdida de tiempo. Poco a poco la primacía de la gracia de Dios cede lugar al voluntarismo y al activismo. Se empieza a creer que la vida espiritual radica en nuestras cualidades humanas e intelectuales, más que en la unión con el Maestro, como los sarmientos permanecen unidos a la Vid. (Jn 15). El corazón del creyente se va alejando del corazón del Maestro. Este proceso de enfriamiento e infidelidad a la oración no surge de manera abrupta; más bien es sutil, progresivo y muchas veces excusado y justificado. El desinterés por la oración puede darse en cualquier momento de la vida como también en la madurez e incluso, después de una vida de mucha entrega y espiritualidad.
Por eso, la oración es un compromiso radical de amor, es manifestación de caridad pastoral, de humilde y sincero deseo de permanente conversión. La tibieza, por el contrario, nos invita a conformarnos con lo superficial y con lo mínimo, debilitando la verdadera necesidad del encuentro con Dios. Con ella brota la falsa ilusión de que ahora todo depende de sus cualidades y fuerzas humanas.
Un primer paso, puede ser releer la enseñanza de San Pablo que nos llama a la humildad: “Ese es nuestro ministerio. Lo tenemos por pura misericordia de Dios. Llevamos este tesoro en vasos de barro para que todos reconozcan la fuerza soberana de Dios y no parezca como cosa nuestra” (2 Cor 4, 1 y 7).
No sentir pena o tristeza de reconocer que con el tiempo nos vamos enfriando. Lo importante es discernir las causas y los remedios para salir de ella.
No caminar solos. Aprender a hacer comunidad, apoyarnos en los hermanos, compartir con ellos nuestros ideales y nuestras luchas.
Tener un guía espiritual, alguien con quien hablar y abrir nuestro corazón. Cultivar la sinceridad y el vivo deseo de caminar con generosidad tras las huellas de Jesús.
En una palabra; reenamorarnos de Jesús. Volver a ponerlo en el centro de nuestra vida.
La sociedad de hoy pide cristianos con experiencia de Dios, más que con teorías sobre el Evangelio. El cristiano está llamado a comunicar la experiencia de Dios adquirida en la contemplación. Así lo enseñó Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio”.
Deseándoles la paz y amistad de Cristo.
Me despido en el Señor.
José Antonio Atucha Abad