Para los primeros cristianos, la persecución era parte de las consecuencias por el anuncio del evangelio. Sucedió con Jesús y también acontece con todo aquel que se toma en serio la salvación y se responsabiliza por su fe. Hoy, los colaboradores de Jesús también se ven enfrentados a la misma actitud de resistencia, rechazo e indiferencia que pululaba en tiempos de los mártires. No obstante, el Señor da las instrucciones a los Apóstoles para que alejen todo “temor” y confíen en la providencia divina.
Sin duda que es un temor que emana del propio ejercicio del anuncio y el Evangelio: hostilidades, persecuciones y muerte. Tanto era el miedo que algunos en la comunidad buscaron una forma alternativa de testimoniar a Jesús, es decir, esquivando los conflictos, dando a la religión un carácter intimista y de sacristía. Pero, la pedagogía del Señor nos dice que no debe ser así: “No hay nada oculto que no deba ser revelado…”. El anuncio debe realizarse hasta las últimas consecuencias, sin rehuirlas. Porque, la causa del Reino lucha contra la resistencia de los que no creen y anhelan una sociedad sin Dios.
Declararse en favor de Jesús significa vencer el miedo, ser valientes y enfrentar incluso la muerte a causa del Evangelio. El creyente que da testimonio del Señor encuentra el favor y la felicidad que solo pueden venir de Dios; en cambio, quienes sucumben al miedo y lo niegan, son como aquellos que conociendo a Dios lo ignoran y terminan siendo “desdichados o necios”, porque Dios no les fue suficiente. Hoy, en una sociedad tan secularizada, hay un fuerte deseo por esconder la fe y, por tanto, las persecuciones tienen otro carácter, porque más que erradicar el “anuncio” se persigue no a los testigos en sí, sino a sus ideas y cómo piensan. Los cristianos somos invitados a no caer en la vulgaridad, en la mediocridad de espíritu y en las ideologías que contradicen, justamente, todo espíritu evangélico. Por eso, huyamos del peligro de conformarnos con una vida sin Cristo.
“Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo” (Mt 10, 32).
P. Fredy Peña T., ssp
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