Hay quien afirma que no solo vivimos una época de cambios sino un cambio de época. Evidentemente nos ha correspondido un momento crucial de la historia en que muchos acontecimientos interpelan nuestra vida de fe: una pandemia que en pocos días sumió al mundo en la más profunda incertidumbre, guerras internacionales, conflictos internos en diversos países, gobiernos inestables, economías frágiles, desplazamientos forzados, hambre, destrucción y muerte. Paradójicamente, en medio de los grandes desarrollos tecnológicos y científicos, las desigualdades sociales han venido en aumento.
Frente a este panorama, se nos exhorta constantemente a dar razón de nuestra esperanza. Los bautizados y consagrados, llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13), tendríamos qué saber responder desde la fe a los enormes desafíos que nos plantea la historia. Celebrando a diario la Eucaristía, vemos cómo muchos creyentes, otrora apartados de la vida sacramental, intentan una vez más acercarse a la Iglesia para vivir una nueva experiencia de encuentro con Dios.
Si bien, ha disminuido el número de vocaciones a la vida consagrada, somos testigos del resurgimiento de movimientos apostólicos y juveniles en las iglesias locales que, muchas veces, reclaman nuestra presencia. Ellos no sólo nos recuerdan la grandeza de nuestro ministerio y la necesidad de nuestro testimonio. Constantemente, nos cuestionan sobre el valor que damos a lo que debería ser para nosotros esencial: La Eucaristía.
Si damos una mirada a la vida de los santos fundadores de familias religiosas, quizá la primera característica que se hace evidente es su amor a la Eucaristía. Es como si quisieran señalarnos dónde está la respuesta a los múltiples interrogantes y dónde cobran sentido nuestras constantes luchas. Tal vez no hemos sabido valorar el gran regalo que Dios ha puesto en nuestras manos bajo la forma de misterio, tremendo y fascinante, como lo señala Rudolf Otto.
Celebrar el Corpus Christi debería conducirnos a dejar resonar en nuestro interior aquella pregunta de Maurice Bellet ¿No resulta bien extraño que los cristianos digan que comen y beben a Dios cuando celebran la Eucaristía? ¿No sería conveniente recuperar esa dimensión escandalosa para hablar hoy de la Cena del Señor? Cierto es que no se trata de una cena cualquiera. El mismo Jesús lo ha dicho: El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo. Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 33ss.).
Por tanto, quienes celebramos la Eucaristía no tenemos ya motivos para para vivir a la manera del mundo, sumidos en la tristeza y la desesperanza. El Corpus Christi debe ser un momento para redescubrir el sentido de lo que celebramos cada día y traducirlo en anuncio profético para los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Edgar Arcesio Guerrero, SSP