En la fiesta de Pentecostés celebramos la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, pero también aquella promesa que Jesús manifestó a los Apóstoles antes de ascender al cielo: “reciban el Espíritu Santo…” (Hech 1, 8). Pentecostés es una palabra griega que significa “cincuentenario” y era una fiesta que se celebraba cincuenta días después de la Pascua: se conmemoraba la salida de Egipto, que posteriormente se asoció a la ley del Sinaí, donde se selló la renovación de la Alianza con el Señor.
Además, Pentecostés es la experiencia fundante de la Iglesia, centrada en la persona de Jesús. Para el evangelista Juan todo ha culminado en la Pascua y, al mismo tiempo, todo está empezando. No presenta Pentecostés como un acontecimiento histórico-cronológico, sino como un hecho teológico de gran experiencia de fe. Por tanto, el don de Jesús es vida interior compartida, pero también una forma distinta de comunión y de fraternidad. A los Apóstoles les costaba entender esa “comunión y nueva presencia”, pues aún permanecían en sus corazones el temor y la tristeza por no poder estar con el Señor. Por eso que el acto de Jesús al mostrar sus manos es más que una constatación de un hecho, porque se coloca en medio de ellos para darles su paz, alegría y confianza de que no están solos. Ahora los acompaña la presencia del Espíritu Santo, porque sin él su misión sería imposible. Y les deja una tarea: “perdonar los pecados” para que manifiesten dónde está la vida y dónde la muerte. Ello, para concientizar a la humanidad de que el “perdón” nos hace más libres para amar y amar al modo de cómo Dios ama. Por lo tanto, no es misión de la comunidad –como no era la de Jesús– juzgar a los hombres, sino más bien constatar y confirmar que la condena al pecado es el juicio que el propio hombre hace de sí mismo ante Dios.
“Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 22).
P. Fredy Peña T., ssp
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