Dice el evangelio que fue el primer día de la semana –el domingo– en que Cristo resucitó. Aquel día llegó a instituirse como un ícono temporal de la Resurrección. Para los judíos el sábado era el día del Señor, día absolutamente sagrado. Sin embargo, los encuentros con el Resucitado terminaron por sustituir la sacralidad del sábado y el “domingo” pasó a ser el día del Señor. En esos encuentros con el Resucitado ocurrieron connotados hechos que cambiaron por completo la vida de los discípulos y de la Iglesia.
Jesús, una vez resucitado, toma la iniciativa y se presenta ofreciendo su paz. Aquella paz que es participación del sosiego y felicidad de Dios mismo. Sus discípulos necesitaban su paz –como sus creyentes hoy–, porque lo habían abandonado y, por tanto, era necesario recobrar la amistad con el Maestro. Aquella paz trajo como consecuencia la alegría y que muy bien expresa el salmista, orando y cantando: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría…”. Pero la Resurrección de Jesús no solo es un hecho que le atañe al Señor, sino que implica a todo creyente, porque él añade una tarea para quienes quieren ser su discípulo: “Yo también los envío a ustedes…”. Ese mandato constituye a los nuevos discípulos y testigos misioneros.
Ahora los nuevos discípulos y testigos no necesitarán el conocimiento de los sentidos para reconocer al Resucitado. Porque, gracias al Espíritu Santo no dirán como santo Tomás: “Ver para creer”, sino “creer para ver”. ¡Qué bienaventuranza! Nuestro Señor tuvo palabras hasta nuestros días para aquellos que aún creen sin los signos visibles de su pasión y Resurrección. Es decir, nuestra fe en la Resurrección nos permite “ver” cómo el propio Dios ve. Porque el auténtico creyente es aquel que no exige ver para creer, sino que se alegra por la empatía misericordiosa del Señor: ¡Felices los que creen sin haber visto!
“Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29).
P. Fredy Peña T., ssp
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