Jesús llega a Betania después de que Lázaro ha muerto y se enfrenta cara a cara con la muerte. El episodio describe el último de los milagros de Jesús y es muy revelador, teniendo en cuenta qué se pensaba de la muerte en aquel tiempo. La idea de otra vida después de la muerte no era aceptada por todos. Los que creían que había algo más pensaban que los muertos estaban en el “sheol” (zona de tinieblas, sin sonido ni voces). En definitiva, la muerte se les presentaba como una realidad sumamente dolorosa y terrible –concepción que no ha cambiado mucho hoy–, pues solo al final de los tiempos Dios volvería a dar vida a quienes habían muerto.
Cuando Jesús llega al sepulcro, ve llorar a María y a quienes la acompañan. Eso lo conmueve y llora por lo que significa perder a un ser querido. Pero también porque contempla lo que es la condición del hombre bajo el poder del pecado y la muerte no redimida por él. Así, Lázaro pasa de la muerte a la vida, pues lo suyo no es propiamente una “resurrección”, ya que en esta alcanzamos la vida trascendente y para siempre.
Lázaro murió como todo mortal. Por eso salió del sepulcro con su mortaja o vendas. En cambio, Jesús, al resucitar, dejó las vendas y el sudario. Con la resurrección de Lázaro, Jesús nos pone en perspectiva para orientar toda nuestra existencia hacia la plenitud y dar un sentido nuevo al dolor y a la muerte. ¿Cómo entender que el ser humano no está condenado a un destino fatal? En efecto, la resurrección es posible vivirla desde ahora, pero, lastimosamente, la falta de fe y el miedo a la muerte superan al hombre materializado y apegado a lo temporal. Muchos se preguntan ¿cómo será la resurrección? ¿Nos conoceremos en la otra vida? Pero mientras intentan responderse, se olvidan de lo fundamental: “morir al pecado y vivir ya como resucitados”.
“Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25).
P. Fredy Peña T., ssp
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