El nacimiento de Jesús en Belén acontece en un contexto de dominación por parte del Imperio romano y con una coyuntura histórica precisa: la realización de un censo. Coincidencias “históricas” que no importan para el evangelista, ya que en ese tiempo y espacio, se plasma un acontecimiento muy particular: la llegada del Mesías. Esta llegada es descrita en condiciones materiales donde los pastores son los primeros testigos oculares y felices, cuando en ese tiempo eran discriminados, ya que no estaban en condiciones de cumplir toda la Ley y, sin embargo, son los primeros en recibir la noticia de que ha nacido el Mesías.
El relato dice que todos quedaron “admirados” por tamaño evento, pero María, su madre, ha escuchado y vivido desde que recibió –por parte del Ángel– su propia vocación. En efecto, ese conservar “todo” implica las circunstancias externas del nacimiento, sometido a las obligaciones civiles y a la pobreza de un establo, junto con la visita de los pastores. María reflexiona e intenta comprender lo que sucede, pero no reduce el valor de la Palabra de Dios ni rechaza las circunstancias externas. Por eso es necesario armonizar la vida de fe sin que por ello nos quedemos en la pura “admiración” para no ser indiferentes ni continuar actuando como neopaganos, sino como hijos de Dios.
Asimismo, la actitud de reserva de María no excluye la de los pastores, simplemente porque estos últimos, con su alabanza, manifiestan la generosa acogida de la fe; en cambio, la Madre de Jesús refleja el deseo de comprender la vida de Dios en ella. Por eso, el hoy del nacimiento de Jesús se realiza dondequiera es anunciado y creído, como le ocurrió a los pastores. En ellos se expresa también una Iglesia de pobres, porque en virtud de su pobreza y limitación, anuncian, glorifican y alaban a Dios, que se reveló en Jesús.
“Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído” (Lc 2, 20).
P. Fredy Peña T., ssp
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