Las palabras de Jesús acerca de la destrucción del Templo suscitan una pregunta: “¿cuándo sucederá eso y cuál es la señal de que está por concretarse?”. La respuesta de Jesús está expresada en un lenguaje apocalíptico, con imágenes de destrucción y calamidades cósmicas, propias de la época y que describen lo que a futuro pasaría. En aquella época, para el judaísmo, el fin del Templo se asociaba con el fin del mundo. Jesús alerta a sus discípulos para que no se dejen intimidar ante tales convulsiones religiosas, políticas y cósmicas. Porque, lo quieran o no, esas cosas sucederán.
Hoy, muchos cristianos piensan que por creer en Dios e intentar ser una buena persona ya tienen como un salvoconducto y están blindados ante cualquier desgracia. Por eso que se sorprenden y protestan contra Dios cuando algo les sale mal: “¿Cómo me pasa esto a mí?”. Pero olvidan que el propio Jesús fue perseguido, calumniado, rechazado, encarcelado y ejecutado. Y lo mismo ha ocurrido con todos aquellos que se han “martirizado” por causa del Evangelio. En efecto, aun hoy en día la Iglesia sigue siendo perseguida y debe estar preparada para no dar crédito a las falsas alarmas de charlatanes y quiméricos mesías enemigos del Evangelio.
No obstante, el mal nunca ha sido un obstáculo para el Señor, puesto que se sirve de él para que se manifieste aún más su poder y así hacer el bien siempre. De algún modo, toda persecución a causa de Cristo es una oportunidad para dar testimonio de él y nos sacude para que nuestra seguridad no esté depositada en lo material, la profesión, la posición social o en personas, es decir, en todo aquello que está limitado por lo “temporal”. Por eso Jesús no nos habla del fin del mundo, sino de lo que sucede cuando hay resistencia a obedecer a su Palabra y del fin de nuestro mundo personal sin él.
“Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas” (Lc 21, 17s.).
P. Fredy Peña Tobar, ssp
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