La figura de Zaqueo se constituye en el prototipo de persona que Jesús busca incansablemente. En su peregrinación hacia Jerusalén, el Señor es la vida que se abre camino entre el rechazo y la muerte, pero también entre la esperanza y el encuentro. La conversión de Zaqueo termina por coronar la mirada de misericordia que ofrece Dios.
Zaqueo era jefe de los publicanos, muy rico, pero despreciado por los judíos piadosos y odiado por el pueblo, por obligar a pagar más de lo debido en impuestos y por trabajar para los romanos. Jesús probablemente conocía a Zaqueo, ya que lo llama por su nombre. A su vez, Zaqueo había oído hablar de Jesús y, tal vez, hubo algo en él, un vacío interior o una simple curiosidad, que lo llevó a querer ver al Señor. Hubo un recíproco interés de ambos por “conocerse”.
La mirada de Jesús hacia Zaqueo genera un velo de misterio, pero ¿qué habrá visto el Señor en este corrupto y explotador publicano? Probablemente nada, pero más que fijarnos en la mirada de misericordia de Jesús y cómo nos ve, debiéramos insistir en esto: ¿Quiero ver a Cristo?, o más bien, ¿prefiero evitar el encuentro con él? Desde el día en que Zaqueo sostuvo ese encuentro con Jesús su alma comenzó a sanar. Aquella mirada era la del Maestro que lo sacó de la ignorancia y acrecentó su autoestima: por fin Zaqueo se sintió respetado y, lo más importante, amado como persona.
La conversión que Dios nos ofrece es una opción a la justicia de su Reino, es decir, ser decididos en hacer el bien por amor a Dios y al prójimo; esta debe ser siempre nuestra única motivación. Es cierto que todos llevamos un Zaqueo que nos empuja a actuar no como Dios quiere y terminamos agobiados por nuestros propios pecados. Sin embargo, no desesperemos, porque –al igual que Zaqueo– nadie es indigno del amor y de la misericordia de Dios: Él siempre nos busca para fijar su mirada en cada uno de sus hijos.
“Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham” (Lc 19, 9).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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