La paz que nos trae Jesús tiene una parte dulce pero también una amarga. Él desea que la acción del Espíritu Santo encienda los corazones, pero es consciente de que el resultado de sus enseñanzas y acciones no será la adhesión de Israel, sino la división: con él o contra él. En el ámbito bíblico, el “fuego” tiene relación con el “juicio” o la acción del Espíritu Santo. Por eso Jesús ve su misión como bautismo y fuego, al que él mismo se somete. Además, no nos juzga ni condena, no obliga, pero a medida que caminamos con él, purificamos nuestra mirada y acciones para que sean como las de él.
No obstante, el presagio del anciano Simeón a María, al señalar que Jesús sería signo de contradicción, se confirma: “Les digo que he venido a traer la división”. En efecto, el Señor ve con realismo el mundo y prevé que su persona va a ser siempre causa de contradicción o de división. Pero esa “división” no es la esencia de su proyecto sino su propia consecuencia, pues la paz que nos trae consiste en la obediencia a la verdad del Reino. Por esta razón, no podemos vivir una paz turbada, ya que ante la propuesta de Jesús hay que tomar una decisión: estar con él o no, creer o no, servir en fidelidad o prevaricar.
Es cierto que vivimos en una sociedad que no está en paz y que, por situaciones desfavorables o desgraciadas, siempre termina robándonos la paz. No obstante, quien se decide a vivir el evangelio en un contexto de corrupción, inmoralidad, materialismo o apostasía, tarde o temprano será víctima del rechazo. Este es el gran desafío, estamos llamados no solo a conservar la paz de Cristo, sino también a no ser signos de contradicción. Pero si el propio Jesús fue rechazado por ser valiente y consecuente, entonces no pretendamos correr mejor suerte.
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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