La solemnidad del Corpus Christi es una devoción instituida por el papa Urbano IV (s. XIII) y expresión de la extrema generosidad que Jesús nos manifestó con su amor. Este acto de amor y de entrega se tradujo en un sacrificio de redención, mediación, alianza que lo hace único e insustituible, porque nos une salvíficamente al Padre y para siempre. Por eso, en cada Eucaristía nos reunimos como Iglesia para compartir la mesa de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Sin embargo, aún no se repara en los alcances, los beneficios y lo que implica este compartir la fracción del pan. En él, Jesús desafía la comodidad de los Apóstoles y les señala “Denles ustedes de comer”. Es decir, no solamente preocúpense sino también “solidarícense” con el que sufre o tiene menos. No esperen la solución fácil, no sean indiferentes o que ocurra el milagro. Si la Iglesia ha recibido la Eucaristía como el don por excelencia, entonces no lo despreciemos ni le quitemos su justo valor. Porque cada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo.
Cuando compartimos la fracción del pan no se trata únicamente de un recuerdo subjetivo o, en su defecto, de un estímulo moral, sino de una presencia viva del Señor. Sin duda, que la Eucaristía es medicina de la inmortalidad, antídoto contra la muerte, alimento para vivir por siempre en Cristo, según san Ignacio de Antioquía. Pero es también el lugar del encuentro de los cristianos donde se expresa la comunión, la caridad fraterna y el sentir de una misma fe. Al igual que el pueblo de Israel, no olvidamos la forma en que Dios alimentó a su Pueblo con el maná y, por tanto, cada Eucaristía es el clamor de las entrañas de la fe en bendición, alabanza y acción de gracias.
Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas (Lc 9, 17).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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