Una vez más, Jesús muestra su actitud de misericordia ante la inmadurez humana y es acusado de blasfemia, porque se arroga la facultad de perdonar los pecados. Por causa de la mujer adúltera se enfrenta con los guardianes de la ley que, ceñidos a la letra y a la práctica legal, denuncian el mal y lo ponen a prueba: ¿la misericordia o la justicia?
Del evangelio de san Juan se desprende que el propio Jesús no juzga a nadie, es decir, él no vino para condenar sino para salvar (Cf. Jn 3, 16-18). Su forma de actuar lleva a las personas a que tomen una decisión y sean responsables de sus actos: El que está con él no se pierde; el que está contra él se autocondena, ya que se pone contra la vida. Así, el episodio de la mujer adúltera tiene su equivalencia con el de Susana (Cf. Dn 13), ya que esta última no pecó. El incidente ocurre en el templo de Jerusalén, que se instituye como el lugar de rechazo hacia Jesús por parte de los líderes y autoridades judías cuyo poder religioso es incapaz de dar vida a quien haya pecado.
Según la ley de Moisés la mujer sorprendida en adulterio tenía que ser apedreada y también el hombre que estuvo con ella (Cf. Deut 22, 22; Lev 20, 10). Sin embargo, a las autoridades religiosas no les importa la situación de aquella mujer que iba a ser lapidada, sino acusar a Jesús. Al igual que los fariseos y doctores de la ley, con cuánta liviandad nos convertimos en jueces de los demás. En cada persona cohabitan la mujer adúltera y los que la condenan. Pero Jesús nos invita a pasar de la ley que debe ser ejecutada, a la ley que debe ser interiorizada desde la responsabilidad. En efecto, ¿cómo puedes tirar piedras a los demás cuando tienes tejado de vidrio? Aprendamos de Jesús que no aprueba el pecado, pero no extirpa el mal eliminando a quien lo cometió.
«Y Jesús le dijo: tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar» (Jn 8, 11).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.