Muchas veces, en la dinámica del perdón, la vida de fe implica abandonar los rencores y aceptar al hermano de regreso. La parábola del hijo pródigo, que en realidad sería más acertado llamarla: “del Padre misericordioso”, nos enseña que la reconciliación es la prueba de madurez de los auténticos hijos de Dios, pero también, que los efectos negativos de todo legalismo distorsionan la verdadera imagen de Dios como Padre.
Jesús revela su experiencia de Dios como Padre que ama tanto al hijo mayor como al menor. En la parábola, el Padre es Dios; el hijo mayor representa a los hijos de Israel, que se jactan de su “exclusividad” por practicar los mandamientos (fariseos y doctores de la ley); y en el hijo menor están representados los marginados, pecadores, cobradores de impuestos y paganos convertidos. En medio de este entramado, hay que discernir cómo Dios nos ama y resarcir toda imagen pueril y equivocada de la misericordia de Dios.
En la disputa por el amor del Padre, el hijo mayor cree que ha hecho los méritos suficientes para ganarse todos los privilegios por su buena conducta y, por tanto, debe ser recompensado, mientras que la conducta del hijo menor debe ser castigada. Sin embargo, la misericordia del Padre es tan grande que no toma en cuenta la irresponsabilidad e inmadurez del hijo menor. Al igual que el hijo mayor, su legalismo invade y nubla nuestra vida de fe, porque no permite ver la gratuidad del amor de Dios. Amor que no se exige como “pago” a una buena conducta, sino que se recibe por gracia y se celebra, con alegría, de acuerdo con la propia conciencia de ese amor gratuito.
El amor y la misericordia de Dios siempre se inclinarán por recuperar plenamente al hijo perdido y que el hijo mayor no se sienta menos amado. La parábola no dice si este último se reconcilió o no. No obstante, es el creyente quien decide si entrar a la casa para celebrar con su hermano o quedarse afuera.
“Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15, 32).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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