El discípulo de Jesús está llamado a vivir una vida radicalmente comprometida con la propuesta de Jesús. Mediante una serie de comparaciones, el Señor alecciona a los suyos diciéndoles que, en el seguimiento, la mediocridad y la falta de autocrítica son un verdadero obstáculo para la instauración del Reino. En este sentido, Jesús enrostra el apelativo de “hipócritas” a los doctores de la ley, pero que también va dirigido a cualquiera, porque quien juzga sin conocer a la persona casi siempre se equivoca, mientras que Dios para juzgar se toma su tiempo y siempre respeta la libertad de las personas.
Asimismo, hay que ser conscientes de que quien juzga comete un error, simplemente porque toma un lugar que no es suyo. Pero no solo se equivoca, también se confunde. Muchas veces, estamos muy obsesionados con lo que se quiere juzgar de una persona –¡tan obsesionados! –, que esa idea no nos deja dormir. Y, generalmente, no nos percatamos de la viga que tenemos. Por eso, quien juzga se convierte en un derrotado, termina mal, porque la misma medida será usada para juzgarlo a él. El juez que se equivoca de sitio porque toma el lugar de Dios termina en una derrota. ¿Y cuál es la derrota? La de ser juzgado con la medida con la que él juzga.
Jesús cita la norma para prohibir y condenar como falso, hipócrita y farisaico todo juicio humano que no esté inspirado en el amor y misericordia de Dios. Porque el único que juzga es Dios y a los que Dios da la potestad de hacerlo. Jesús, delante del Padre, ¡nunca acusa! ¿Y quién es el acusador? En la Biblia se llama “acusador” al demonio, Satanás. Jesús nos juzgará, sí: al final de los tiempos, pero mientras tanto intercede, defiende y solo espera del creyente tres actitudes que revelan la fe del discípulo: fe, renuncia y compromiso.
¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano (Lc 6, 42)
Fredy Peña Tobar, ssp.