La solemnidad que hoy celebramos es la manifestación de la salvación de Dios en su Hijo para todos los hombres. Este Niño Dios, Rey y Señor, ha venido para jóvenes y viejos, para sabios e iletrados, para residentes y migrantes. Él viene para dar a conocer a Dios como Padre y guiar a las personas hacia una vida plena, pero que nunca está exenta de problemas.
Es sabido que “epifanía” es una palabra griega que significa “manifestarse” o “brillar sobre” y cuyo sentido tenía relación con la entronización de la llegada de un rey o emperador. Para nuestro ámbito, la epifanía es la revelación de la divinidad de Cristo al mundo pagano con la adoración de los magos. Estos magos no pertenecían al mundo judío ni se identificaban con Dios, pues su quehacer estaba orientado a conocer el curso de las estrellas y los sueños para encontrar allí predicciones acerca del futuro. En la figura de los magos se presenta la vocación y respuesta de los paganos que aceptan el mensaje de Cristo. No ven el Señorío ni experimentan su poder, pero, desde la fe, lo reconocen tal y cual les ha sido revelado.
Sin embargo, en Herodes está representado aquel que aparenta ser bueno, pero que pone todo su empeño para que Jesús no se manifieste, porque su presencia es contraria a sus intereses. El rechazo de Jesús por parte de Herodes y de Jerusalén anticipa la cerrazón de los que no se abren al amor de Dios. Los magos no se sintieron satisfechos con “conocer” al nuevo rey de acuerdo con su ciencia, sino que buscaron hasta encontrarse personalmente con Jesús. Su fe y gratitud es como aquella que suscitó el Señor, en el creyente, cuando este despertó a la fe e incitó los gestos más sublimes del amor. Solo así el creyente pudo descubrir que hay un Dios que le ama como es.
“Y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje”, (Mt 2, 11).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.