Concluimos el año litúrgico, con la solemnidad de “Jesucristo, Rey del Universo”, fiesta que fue instituida por el papa Pío XI (1925): Cristo, el testigo fiel, el primogénito entre los muertos, es rey porque da gratuitamente la vida por los suyos y nos comunica el proyecto del Padre. Dice San Agustín: “Cristo no era rey de Israel para imponer tributos ni para ostentar de sus ejércitos, sino que era rey para orientar a las almas y conducirlas al Reino de los cielos…”.
El evangelio concentra el tema de la realeza de Jesús en el contexto de la pasión, cruz, muerte y resurrección. En él, la conversación entre Jesús y Pilato está marcada por la incomprensión de este último y de los judíos. No entienden el mesianismo de Jesús ni menos su condición de rey. El Señor rechaza aquella realeza que se cimienta en la fuerza, el poder o en la injusticia. Su realeza no se basa en el “modo y los medios” de cómo los poderosos conquistan y se mantienen en el poder, ya que su Reino no posee el alcance de una proclamación política. Por eso su realeza consiste en dar testimonio de la “verdad” que es Él. Jesús es la historia concreta y final de la fidelidad que manifestó a lo largo de su vida. Su testimonio nos confirma que el amor de Dios está presente como don de vida para las personas.
El Señor vino a este mundo para darle un orden según la voluntad de su Padre e instaurar su Reino. Pero ese Reino no tendría únicamente su lugar en el corazón o dentro de las paredes de los templos, ya que solo quedaría reducido al plano de la oración o la moral. Cristo es rey y su reino no es nuestro ni lo hacemos nosotros. Es gracia de Dios y está presente en toda su persona. Solo nos queda aceptar esa “verdad” dócilmente y vivirla, con alegría y responsabilidad.
“Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37).
Fredy Peña Tobar, ssp.
Para complementar tu reflexión personal al Evangelio de este domingo: