Una vez más, Jesús se ve forzado a instruir a sus pretensiosos y desorientados discípulos. Santiago y Juan persisten en sus ambiciones honoríficas y de poder. Ante el tercer anuncio de Jesús de su Pasión, estos sueñan con grandezas humanas y sus corazones divagan. Están ciegos, no ven el contraste sideral entre sus ambiciones y el anuncio que hace el Señor. Lo que piden ambos no coincide para nada con los planes de Dios, puesto que buscan intereses personales por encima de los demás y tergiversan el seguimiento de Jesús, que es ante todo una opción de vida y no una chance para obtener privilegios.
La respuesta de Jesús se cierra con una pregunta “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?”. Las imágenes del cáliz y del bautismo expresan las condiciones para sentarse junto a Jesús: El cáliz evoca la amargura del sufrimiento y el bautismo la inmersión en la pasión y muerte de Jesús. Por eso ser discípulo de Jesús significa correr la misma suerte que el Maestro. No es la búsqueda del mérito, el poder, la honra o el privilegio, porque justamente aquello fue lo que condenó a Jesús a la muerte por parte de los que ostentaban el poder.
La búsqueda del poder siempre trae conflictos y así lo vivieron los demás discípulos. Porque el poder no asumido como servicio termina creando división y discriminación en todo grupo o sociedad. Como creyentes corremos el gran riesgo de utilizar las cosas del Reino para buscarnos a nosotros mismos. Por eso, Jesús instituye el “servicio” como requisito fundamental para quienes se comprometen en la fe, o bien, en el ámbito político y económico. Aspiremos al trono del “discipulado” y no al reinado del poder. Aprendamos que en el Reino de Dios la verdadera dignidad consiste en servir a los hermanos y no en ser servidos.
“El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”, (Mc 10, 43.44).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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