Al encuentro de Jesús llega alguien que, siendo rico, aún siente que le falta “algo” y pregunta: ¿Qué debo hacer para alcanzar la Vida eterna? Jesús lo remite a los mandamientos relacionados con el prójimo, los cuales el hombre rico ya cumplía. Sin embargo, la última exigencia que, con amor, es ofrecida por el Señor, no era lo que esta persona esperaba. La venta de sus bienes a los pobres, para luego ser discípulo de Jesús, no estaba en sus planes. El hombre rico no se siente libre ni menos desapegado de sus bienes: el “acumular” riqueza, prestigio, poder y honores han sido durante mucho tiempo el motor de su vida. Él cree que no ha cometido injusticias al actuar de esta forma, que no ha hecho mal ni daño a nadie.
Pero Jesús le hace ver que no basta con no hacer el mal o no haber perjudicado a las personas al acumular las riquezas, sino que también hay que hacer el bien. Es decir, “el vender todo y dar lo que posee…” es el nuevo concepto de justicia de Jesús, ya que esta justicia no nace de un cálculo legal, sino del ejercicio de la misericordia con relación a los que tienen menos. “El vender todo y dárselo…” fue para el hombre rico una pretensión que los sobrepasa, pues él estaba dispuesto a dar limosna y cumplir con las prácticas religiosas, pero no a donarse “personalmente” a la causa del Reino.
En el ámbito de la caridad, una forma de saber si estamos dando con generosidad es cuando lo que hacemos, por amor a Dios, realmente nos duele y cuesta. El “Dar hasta que duela” de san Alberto Hurtado es para corazones valientes. No obstante, un corazón apegado no solo a los bienes, sino también a las ideologías, las instituciones, los honores, ya no tiene espacio para nada más, porque se siente seguro o a salvo en la posesión de esos “bienes”, sean muchos o pocos.
“Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres”, (Mc 10, 21).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
Para complementar tu reflexión personal al Evangelio de este domingo: