Los discípulos de Jesús son instruidos, en palabras y hechos, lástima que aún no comprendan el mesianismo del Señor. Mientras que Jesús les explica, por segunda vez, cómo será su Pasión, estos están preocupados por saber quién es el más importante. No se atreven a realizar pregunta alguna, porque temen que su destino sea el mismo que el de su maestro. En efecto, ellos esperaban un mesías político, poderoso y triunfante. Por eso competían por los puestos “honoríficos” que podrían ocupar al momento de la instauración del Reino. Sin duda, que tanto el poder como el honor siempre resultan más cautivadores y gratos que el propio sufrimiento y el servicio desinteresado.
Los discípulos de Jesús viven un “efecto tardío” del mesianismo, es decir, cuanto más escuchan menos entienden; cuanto más conocen las enseñanzas de su maestro menos lo siguen. Pero, Jesús que conoce la debilidad humana, toma un niño y añade: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre…”, es decir, muestra un gran respeto por los niños hasta el punto de identificarse con ellos. En la época de Jesús, los niños no eran respetados y en la escala de valores ocupaban el último lugar al igual que las mujeres, donde según la corriente farisaica los calificaba de “ignorantes”. Es más, los fariseos apreciaban a una persona por su conocimiento y práctica de la Ley.
La acogida e identificación de Jesús con los niños expresa cómo ser “discípulo” o “mayor” de la comunidad. El “mayor” es el que acoge y se interesa por los más débiles y marginados. Para Jesús no cabe la mentalidad calculadora, es decir, no solo importan aquellos que tienen y pueden más, sino que también los que no pueden y tienen menos. A estos últimos, hay que valorarlos ya que, en ellos, descubrimos al propio Jesús, que siendo Dios se hizo pequeño y débil para ser como nosotros.
“El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”, (Mc 9, 35).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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