La gente que sigue a Jesús aún no ha entendido el milagro realizado por él, ya que únicamente se han quedado en el “asombro” y la “comodidad”. En los tiempos de Jesús, la salud, el trabajo, el salario justo, la educación eran considerados un don de Dios y valorados tanto como hoy. No obstante, Dios no regala sus dones a quienes esperan pasivamente, puesto que la señal realizada por Jesús quiere concientizar y mover el corazón del hombre hacia una mayor solidaridad y participación de los bienes de la creación. Una sociedad nueva nace justamente de la conciencia y de los esfuerzos para hacer realidad esa participación.
Sin embargo, los oyentes de Jesús prefieren y engrandecen la señal, pues creen que el nuevo éxodo depende exclusivamente de los esfuerzos y acciones de un buen líder. Por eso aluden a la figura de Moisés al comer del maná en el desierto. Jesús les puntualiza que fue Dios Padre, y no Moisés, quien dio a Israel ese alimento y ahora él les da el verdadero pan que baja del cielo y da vida al mundo. Pero sus oyentes se resisten no solo a creer sino a entender la hondura de sus palabras. En Israel estaba la creencia de que el Mesías que debía venir haría los mismos milagros que Moisés. Pero Jesús invita a dar un salto cualitativo en la fe: es tiempo de entrar en una relación personal con Dios, que solamente se alcanza por medio de la gratuidad, el amor a él, y no por el interés en los beneficios que pueda aportar aquella adhesión.
Jesús aclara que el maná no era en verdad un pan del cielo sino solo un pan material. En cambio, el pan del cielo es aquel pan espiritual que da vida imperecedera: Yo soy el Pan de Vida. Dios no quiere que nos contentemos con poco o con cualquier tipo de alimento que el mundo nos ofrece, sino que quiere saciar los anhelos más profundos y verdaderos del ser humano.
“Porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo…” (Jn 6, 33).
Fredy Peña Tobar, ssp.