La Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo es “el día de la eucaristía”, ya que es una celebración no solamente para creer y adorar, sino también para continuar conociendo el gran misterio de amor que implica. En él está contenido todo el tesoro espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo. Por esta razón, es más que un recuerdo subjetivo o un estímulo moral, porque hablamos de una presencia real de la persona de Cristo y lo que conlleva: su vida y misión, su pasión-muerte y resurrección. Por eso, cada eucaristía, es el clamor de nuestra fe que se traduce en bendición, alabanza y acción de gracias. Es comunión que nos humaniza, porque nos lleva al encuentro con Cristo y el prójimo.
En ese encuentro, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, expresamos la mutua comunión y la caridad fraterna. La Biblia nos enseña que para el pueblo de Israel, la sangre de los animales fue signo de protección, (los pastores rociaban con sangre sus carpas cuando iban en búsqueda de nuevos pastos), pero también es signo de vida y vínculo entre Dios y su pueblo. A partir de la persona de Jesús, la cena pascual es celebrada como hombres libres y no como esclavos sentados en el suelo. Se comparte, en una mesa, recitando oraciones, cantando los salmos y proclamando los relatos pascuales: “la Nueva Alianza se sella, con la sangre del único mediador, Jesucristo, el Señor”.
Jesús, que, en reiteradas ocasiones, aprovechó las comidas para enseñar, se vale de una cena de despedida para presentarse como el Mesías y Siervo Sufriente. Así, ratifica el ofrecimiento de su vida para el rescate de la humanidad. Comer su “carne”, el pan y beber su “sangre”, el vino significa que somos un solo “Cuerpo” con él. Por eso, Jesús no quiere que la eucaristía se convierta en idolatría y en un rito individualista, sino que esta sea un acto de fe vivido en comunión con otros, de manera que transforme nuestra vida para parecernos a Jesús.
P. Fredy Peña Tobar, ssp
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