Dios nos llama todos los días a la santidad y lo hace en forma apremiante: ¡Sed santos
como yo soy santo! En la eucaristía tenemos el lugar apto para verificar si vamos
por ese camino, y enmendar rumbos a la luz de la palabra de Dios.
Con humildad nos ponemos ante el Padre Dios, y mientras le confesamos nuestras
culpas, le suplicamos: “Si llevas cuenta, Señor, de nuestros delitos, ¿quién
podrá resistir? Pero de ti procede el perdón… “ (Salmo 129, 3-4).
Primera lectura: 2 Reyes 5, 10.14-17.
El milagro de sanación de este pagano indica que para Dios todos somos hijos.
Sólo exige de todos una fe viva.
Segunda lectura: 2 Timoteo 2, 8-13.
Hermosa conclusión de Pablo: si sufrimos y morimos con Cristo, reinaremos con
él, pues Dios es fiel.
Evangelio: Lucas 17, 11-19.
El milagro de los diez leprosos evidencia con claridad que son pocos los que
agradecen a Dios por sus dones. Aquí sólo uno, encima pagano y extranjero.
El Señor nos invita al banquete de la vida, con los dones del pan y del vino; nosotros
aportamos nuestros trabajos, sufrimientos y alegrías. Hagámoslo con generosidad
y entrega.
Dios Padre nos alimenta con el cuerpo y la sangre de su Hijo, le pedimos poder
comunicar su misma vida divina.
El cristiano, alimentado por el mismo Cristo, está obligado a ser signo de la santidad
de Dios, no con grandes obras, sino en las pequeñas cosas de la vida diaria.
Eso nos hace testigos creíbles.