Con el tiempo, hemos aprendido que el misterio de la Santísima Trinidad se revela en el contexto de la misión y sus alcances. Sin embargo, no es raro escuchar a los propios cristianos referirse a la Trinidad como algo que cuesta entender y creer. Lastimosamente, la comprensión del mismo se ha quedado en la cuestión del número y las matemáticas. Es decir, de por qué si son tres Personas es un Dios, y si es Uno son tres Personas. Al no comprender esta relación se termina por decir que es un misterio, porque excede toda capacidad de comprensión para nuestra razón. Sin embargo, lo es más porque en la relación con él nos lleva a la intimidad con Dios.
Sin duda, el misterio revelado por Jesucristo es una confidencia del amor de Dios al hombre. Jesús no reveló este misterio trinitario para satisfacer algún interés intelectual, sino para brindarnos la posibilidad de participar de la vida trinitaria a la que somos invitados desde nuestro bautismo. Dios Padre ha tenido la generosidad de llamarnos a su vida de amor y de familia, que implica una relación filial con él y nos hace hermanos con Cristo. Aquella “relación filial” es obra del Espíritu Santo. Por eso que frente a Dios Padre está el Hijo, y ambos están unidos por el Espíritu Santo en el amor divino; ambos se conocen, comprenden y aman en una comunión de igualdad.
La Trinidad Santísima nos inspira vivir su comunión, reciprocidad y amor. ¿Cómo? Sintiéndonos amados como hijos de un Padre amoroso, amándonos a nosotros mismos como hijos de Dios y amando como hijos de Dios al prójimo. Quien se siente amado como hijo de Dios, piensa, vive, celebra y organiza su vida como un auténtico “Hijo de Dios”. El gran tributo que podemos ofrecer a la vida trinitaria es asumir el compromiso de amor que nos lleva a cristificarnos: ser cada día más parecidos a Jesús.
Fredy Peña Tobar, ssp