El relato de la vid, más que una alegoría o metáfora, es una identificación y enseñanza de cómo debe ser y actuar el auténtico discípulo de Jesús. La imagen de la vid evoca una realidad del trabajo del campo y muestra las señales de rivalidad y enfrentamiento, que el propio Jesús sostiene con el judaísmo. La viña es Israel, pero ahora la acompaña la persona de Jesús, que sustenta y mantiene unidos los sarmientos. Jesús declara: “Yo soy la verdadera vid…”, es decir, entre la vid y el viñador, hay un misterio y vínculo, como la unión estrecha entre Jesús y cada creyente.
La unión con Jesús debería producir muchos frutos, pero no siempre sucede así. Si el sarmiento no está unido a la vid no puede dar frutos. Al creyente le ocurre lo mismo, sin Jesús la vida cristiana se vuelve estéril y muere. Podemos llegar a pensar como Tolstói (novelista ruso, s. XIX), quien decía que para ser un verdadero cristiano había que tomar el evangelio como un libro de moral y buenas costumbres, pero sin ninguna referencia a Cristo. Querer actuar siempre como Cristo, pero separados de él, es una total locura y un ideal irrealizable.
Hoy se pregona la autoestima y se glorifica al hombre por el hombre, que por su egocentrismo, cree que todo comienza y termina con él. La tentación de atribuir todo a nuestras capacidades y de adueñarnos de la obra de Dios es muy grande. Por eso, una obra apostólica que no está unida a la comunidad cristiana y hecha para la propia satisfacción es una obra con ribetes sectarios. Podrá tener virtudes e incluso hasta frutos, pero no pertenece a la vid y esos frutos no son de Cristo y no serán duraderos. Jesús, la vid verdadera, nos dice que ni la fe ni la esperanza ni el amor emanan del hombre, sino del propio Señor donde todo es gracia: Permanecer unidos a él nos hace fecundos.
Fredy Peña Tobar, ssp
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