La liturgia continúa mostrándonos la resurrección de Cristo y todo lo que este acontecimiento implica. Jesús resucitado, en sus apariciones, manifiesta que el encuentro con él no es un privilegio de unos pocos o para el disfrute personal, sino el inicio de una misión y de una vivencia cristiana verdadera para quien se toma la fe en serio. Asimismo, esta nueva aparición a sus discípulos es, sin duda, un estímulo a la fe para una comunidad que estaba timorata y triste por la muerte de su Maestro.
Pero el Señor irrumpe, en este pesar, para anunciar que está ahora con ellos y ¡vive! Los discípulos no lo vieron llegar ni lo oyeron llamar, pero el Señor estaba ahí, sonriendo y hasta come con ellos. No obstante, aquello no era una sugestión ni la percepción de un espíritu, sino que es el propio Señor resucitado. Él testifica no solamente una supervivencia del alma sino también la glorificación del cuerpo. Por eso que ante las dudas de los discípulos Jesús termina mostrándoles sus heridas y preguntándoles: “¿Tienen algo para comer?”. La victoria de Jesús sobre la muerte consiste en recibir otra vez su cuerpo unido a su alma; eso sí, se trata de una existencia “totalmente distinta” a la que todo mortal imagina o cree saber.
La resurrección de Jesús nos regala el perdón, que es el gran don pascual, porque no es solo una palabra que restaura, sino que es un acto de creación verdadero. En efecto, se muere con Cristo, de modo que desaparezca todo lo que nos separa del amor de Dios. Reconocer al Resucitado no es cosa fácil ni inmediata, sino que es un proceso de conversión y maduración en la fe que nos puede llevar toda una vida. Pero una vez que se lo reconoce, nadie es el mismo que antes, algo pasa en el creyente que lo “cambia para bien”.
«Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» (Lc 24, 39).
Fredy Peña Tobar, ssp.