María Magdalena descubre la gran sorpresa de la mañana: “el sepulcro vacío” ¿Qué ha pasado? ¿Dónde han colocado al Señor? Sin duda que estas preguntas inundaron el corazón de María Magdalena y no debieran ser indiferentes para el creyente. Porque si hay algo de lo que tenemos certeza es que la muerte, tarde o temprano, nos llega y a más de alguno le gustaría saber dónde irá a parar su cuerpo. El sepulcro vacío es para María Magdalena como una ausencia indebida y angustiosa, pero también como el requisito previo de la fe cristiana, que establece como destino del hombre no la muerte, sino la resurrección.
María Magdalena no ha entendido esta premisa de la resurrección; para ella, ha ocurrido algo impensado: “Jesús no podía salir del sepulcro por sí mismo”. Tanto las mujeres como los Apóstoles pensaban que todo había terminado con la muerte de Jesús, pues aún no comprendían las predicciones que el Señor había señalado sobre su resurrección. Pero para profundizar en ese hecho es necesario comprender la relación entre el “ver y creer”, es decir, se ve un hecho y se cree en lo que este significa. Los primeros discípulos creyeron en Jesús no solo porque lo vieron resucitado, sino también porque “experimentaron” lo que significa que haya resucitado. Y esta es la experiencia que hace cada creyente al creer en el Resucitado: haya o no haya visto, se adhiere con amor al Señor resucitado y vive de su Espíritu.
La resurrección de Jesús no es solo fuente de fe o una terapia; es más que eso, pues ella implica una gracia que sana a la persona en salud física, mental, social, valórica y espiritual. Además, esta nos revela el sentido de su Pasión y la victoria del amor. Si Jesús no hubiese resucitado, toda su Pasión sería un acontecimiento dramático y sin esperanza.
“Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9).
Fredy Peña Tobar, ssp.