“Ha llegado la hora…”. De estas palabras de Jesús se desprende que el momento de su pasión y sacrificio está cerca. Jesús no describe cómo será, pero presenta lo que el Padre obra en él en beneficio de todos los hombres: su “salvación”. El mundo pagano que quería “ver a Jesús” y representaba las primicias de la gentilidad eran aquellos que buscaban y creían en Dios sin haberlo visto. A partir de esta realidad, la fe en Cristo será signo vivo y real de los que no solo quieren “ver” al Señor sino también para “encontrarse con él” y dar muchos frutos.
No obstante, entender el sacrificio y la muerte de Jesús en la Cruz no es algo fácil de asimilar en un mundo cada vez más indiferente y mercantilista, donde son muy pocos los que están dispuestos a postergar o gastar la vida por el bien del prójimo sin esperar algo a cambio. Pero la pedagogía de Jesús no se deja influenciar por los criterios del mundo, pues sabe que de su muerte depende la fecundidad de su obra. Por eso enseña a sus discípulos la parábola del “trigo que cae y muere”, para que obren igual que él. Al morir, Jesús no desaparece de entre los hombres, sino que se transforma en el centro de una inmensa comunidad; tampoco se aferra espasmódicamente a la propia vida, para salvarla a cualquier precio. En efecto, con su muerte confirma que la vida se “valora” y “encuentra su sentido” cuando se pone al servicio de los demás.
Pero no todo le es fácil al Señor. Aceptar su propia muerte fue también un aprendizaje y su oración al Padre manifiesta su fragilidad como hombre. Puesto que tiene sensibilidad humana, no quiere morir. Sin embargo, el Señor aprendió que todo acto de amor comporta una “pérdida”, su propia vida; y una “ganancia”, la indisoluble vinculación de obediencia de él hacia su Padre y el amor de Dios hacia todos los hombres.
“El que quiera servirme, será honrado por mi Padre” (Jn 12, 26).
Fredy Peña Tobar, ssp.