Sin duda que la fiesta de la Epifanía es y ha sido uno de los episodios más bellos de la infancia de Jesús, porque a lo largo del tiempo ha cautivado la imaginación de creyentes e incrédulos, del mundo del arte, de las letras y de la propia teología. En la antigüedad, la palabra “epifanía” tenía una connotación de entrada poderosa y aludía a la entronización de un rey o emperador. Pero para el mundo cristiano ha sido más que eso, porque en ella perpetuamos la revelación de Jesús al mundo no creyente, representado por los Magos que encontraron al Niño Dios.
Los Magos de Oriente no pertenecían al pueblo judío ni se identificaban con alguna religión. No obstante, su presencia en el relato representa la vocación y respuesta del mundo “no creyente”, que acepta el mensaje de Cristo. Estos reconocieron la realeza de Jesús, que fue rechazada por las autoridades políticas y religiosas judías. Los magos aceptaron el “don”, Jesús, y anticiparon la acogida del Evangelio por parte de los paganos.
El relato de la Epifanía es un magnífico cuadro escénico donde podemos vernos reflejados como sociedad. Los Magos no se conformaron con ir donde Jesús, sino que tuvieron un encuentro personal con él. Y tampoco se quedaron en la actitud hipócrita de Herodes, que fingió ser piadoso e interesado en el Niño Dios, porque no tenía ningún interés en dar a conocer a Jesús; al contrario, solo quería eliminarlo. Sabemos que Dios quiere revelarse a todos. En ese sentido, los escribas y maestros de la ley eran entendidos en la Palabra de Dios, pero sus conocimientos científicos en la doctrina no fueron suficientes para creer en el Niño Dios. Hoy son muchos los que, dicen “conocer” a Jesús, pero su saber no llega al corazón del hombre y está lejos del corazón del Señor.
“Al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje” (Mt 2, 10).
Fredy Peña Tobar, ssp.