El evangelio describe cómo María se convertirá en la madre del Mesías, por una singular elección de Dios. En efecto, todo el relato está trazado con alusiones a las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Dice el Ángel: “Concebirás y darás a luz un hijo…”, en sus palabras se confirma la concepción virginal del Mesías anunciada por el profeta Isaías (7, 14). Sin duda que este Hijo, que concebirá María sin la intervención de varón y por el poder del Espíritu Santo, es un gran milagro y una manifestación más del amor de Dios por el género humano.
María responde con absoluta disponibilidad y amor al querer de Dios. Por eso, en el encuentro con el Ángel, este no la llama por su nombre civil, “María”, sino por lo que representará “la llena de gracia”. Es decir, alude a “algo” superior y no únicamente a eso, sino a la que tuvo el privilegio exclusivo o “desafío” de engendrar a Jesús y ser una morada digna de tamaña misión.
Pero más allá de estas consideraciones sobre la madre de Dios, podemos replicar en nosotros algunas de sus virtudes, que tanto nos cuestan como creyentes: su generosidad, oración, sencillez o fidelidad, por nombrar algunas. Los mariólogos afirman que María concibió a Cristo previamente en la oración y después en el cuerpo. Sabemos que el agua es un elemento de vida y María nos trae la vida, pues debe restablecer la dignidad original de la mujer: dar de beber a los hombres de la fuente del agua viva, “Jesús”. Si María, con sus virtudes, es la manifestación del poder absoluto de Dios, entonces por qué no creer que cuando Dios encomienda a alguien una misión lo enriquece de la gracia y las virtudes necesarias para que pueda santificarse, al igual que la madre de Dios. Cuánto nos falta –como creyentes– para responder como María al plan de Dios y decir como ella: “He aquí la esclava del Señor”.
“Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1, 38).
Fredy Peña T., ssp
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