Este año, desde marzo, el COVID-19, que llegó sin aviso, nos ha confinado, obligatoriamente, por meses, en nuestras casas, en una cuarentena con toque de queda y restricciones para desplazarnos libremente.
No hemos sido los únicos, porque, transversalmente, en todo el planeta se han vivido similares circunstancias, hechos y consecuencias. Unos más, otros menos, pero a todos nos ha tocado.
Aparte de la angustia e incertidumbre que hemos sufrido por el encierro, sin duda que lo más doloroso ha sido perder a un ser querido como consecuencia del contagio.
Si bien racionalmente entendemos que la muerte es parte del proceso de la vida, enfrentarla siempre es duro. Nunca será fácil gestionar el dolor ante la muerte de un ser querido. Y en esta nefasta situación la experiencia ha sido más dura aún, porque los que nos dejaron se fueron sin decir adiós ni ser despedidos como merecían: con caricias, abrazos y besos; solo fueron acompañados por el personal médico, paramédico y auxiliar de los centros de salud, quienes, en estas circunstancias, se han convertido en reales ángeles de la guarda.
Las estrictas medidas sanitarias impuestas por las autoridades nos han impedido, incluso, participar en un ritual de exequias. No hubo velatorios, misas ni responsos. Y lo poco que se pudo hacer fue con un mínimo de asistentes, ataviados con mascarillas y guantes, sin tomarse de las manos y mucho menos abrazarse.
Nuestra condición de creyentes en Dios y en la resurrección de los muertos nos da el consuelo de que nuestros familiares fueron llamados por él a su presencia, al lugar del descanso, de la luz y de la paz y se unirán a los santos y elegidos en la gloria de la resurrección.
Le pedimos a Dios Padre que, en su infinita misericordia, los tenga a su lado en el Reino eterno. Y a nosotros, que quedamos aquí, nos dé la gracia de consolarnos mutuamente, con las palabras de la fe, hasta que todos nos encontremos en Cristo.
Esta pandemia nos ha dado una dura lección: que con nuestros seres queridos no debemos dejar nada pendiente y cada día debemos decirles cuánto los queremos y lo que significan en nuestras vidas. Ese será nuestro gran consuelo para cuando hayan partido.
En Jesús, María y Pablo,
El Director