Hoy celebramos la santidad de Dios Padre y el poder de su gracia, que se manifiesta en la respuesta fiel de cada creyente. Al mismo tiempo, como Iglesia, nos alegramos por este don de Dios –el Espíritu Santo–, que, dándonos la condición de ser hijos de un mismo Padre, honramos las “Bienaventuranzas” proclamadas por Jesús y que los santos siempre intentaron recorrer y plasmar en su vida.
Hoy, el creyente también anhela tomar a Jesús por modelo y vivir al estilo de las Bienaventuranzas. Sabemos que la gracia es vida, crece y debe comunicarse a otros. También aquí, en la tierra, los hijos obtienen dones de sus padres, de su vida, de su experiencia, de su amor, de sus vivencias. Por eso, como cristianos, creemos que la vida en la gracia de Dios no termina con la muerte; al contrario, con ella se hace más intensa. Es cierto que el camino hacia la santidad no es fácil y, a veces, nos toca vivir situaciones al límite donde nuestra fe padece el rigor de una pérdida, un fracaso, una desilusión o las consecuencias de una pandemia –que hemos vivido– y que más de alguno ha llevado a preguntarse: ¿Dónde estaba Dios? En este clima, la fe ha sobrevivido muchas veces, pero también ese deseo de santidad se ha visto apagado.
Sabemos que los santos no fueron ni son personas perfectas, apocadas, tristes o desentendidas de la realidad. Al contrario, han de reflejar el rostro alegre y vivo de Dios. Son los “Bienaventurados”, porque han sabido conservar la alegría y la paz aun en las crisis. Por eso las Bienaventuranzas son el perfil de Cristo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Este es su retrato espiritual y nos regala la riqueza de su amor, es decir, un modo de ser y de vivir que nos acerca a él. Nos hace estar unidos entre nosotros y permite que dejemos de lado todo aquello que nos divide y enfrenta.
“Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo” (Mt 5, 12).
Fredy Peña T., ssp
Para complementar tu reflexión personal al Evangelio de este domingo: