Jesús, lejos de imponer normas exteriores, quiere establecer principios fundamentales que obedezcan a un cambio de vida más que a una cuestión legalista. Frente a la falta del prójimo, el Señor ve necesario corregir cualquier agravio desde la perspectiva de la caridad. Porque la caridad es buscar el bien del otro; por eso, lo primero que enseña es que esa “falta” del prójimo hay que reprenderla con justicia y una actitud pedagógica, pero “a solas”. Sabemos que las palabras dichas con rabia y sin caridad terminan minando toda posibilidad de diálogo y vínculo. Sobre todo, cuando hablamos mal y caemos en la descalificación y la calumnia. Terminamos asintiendo en que las palabras también asesinan y condenan la reputación del prójimo.

Si te escucha, habrás ganado a un hermano; de lo contrario, permanece la prueba testifical, como exigía la ley (Deut 17, 6) que hacía hincapié en la declaración privada, no jurídica. Pero Jesús tampoco quiere minimizar la falta o excluir la condena, sino que, a través de una perspectiva más humana, plantea una benevolencia en el castigo como una forma de censurar el rigorismo jurídico de la sinagoga. El Señor nos enseña que el celo y la discreción en el ejercicio de la caridad, incluso cuando se quiere corregir, se realice no por un orgullo herido o revanchismos desmedidos, sino por el bien del prójimo. Tanto el celo como la discreción tienen la finalidad de no mortificar inútilmente al pecador, ya que los problemas de dos se hablan y arreglan entre dos.

El Señor termina potenciando el sentido de la oración, sobre todo cuando es realizada comunitariamente. En Israel se creía que la oración en reunión iba a ser más escuchada. Jesús busca salir del ámbito de la sinagoga como único lugar de oración. Insiste en que cuando se ore en su nombre se reúnan por el vínculo que él genera y no por otra razón o interés.

“Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18, 20).

Fredy Peña Tobar, ssp

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