Nos reunimos una vez más en la casa de Dios para compartir la oración, la palabra de Dios y el sacramento. Hacemos memoria de Jesús, nuestro único salvador.
Por habernos apegado tanto a los bienes terrenos hasta olvidar los eternos. Por haber olvidado el amor de Dios y de los hermanos. Por no haber compartido los dones recibidos en nuestra vida.
La suerte del profeta Jeremías, perseguido a muerte porque incomodaba con su palabra a los poderosos, es la suerte de todo profeta, también hoy.
En las fatigas, luchas y sufrimientos diarios, el cristiano debe tener fijos los ojos en el Cristo paciente, para tomar ánimo y no desfallecer.
Jesús, con un conjunto de parábolas, recuerda la necesidad de velar y ser diligentes en el servicio diario para que, cuando llegue la muerte, estemos preparados al encuentro con Dios.
Con el pan y el vino, llevados al altar para ser consagrados, devolvemos al Señor sus dones y le pedimos que se nos dé él mismo.
Unidos a Cristo en la intimidad de su amor, oremos confiados: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (Salmo 129, 7).
Hemos participado en la fiesta dominical, sea nuestro empeño continuarla en nuestra vida y contagiar a otros con la presencia salvadora de Jesús.