Es sabido que solamente el evangelio de Juan narra el episodio del lavatorio de los pies. Es un detalle no menor, puesto que las comunidades de Juan estaban más identificadas con la persona de Jesús que con la propia Cena del Señor. Estas creían que bastaba estar unido a la vid y producir frutos para no esperar una señal externa y visible de comunión con el Maestro. Por eso, sin hablar de la institución de la eucaristía, pero la supone, san Juan profundiza en la metáfora del comer carne y beber la sangre.
Dice el Señor: “El que come de este pan…”; en efecto, hay que recordar que pan es sinónimo de “don”, la prueba mayúscula del amor del Padre por la humanidad. Luego Jesús refuerza la idea: “Si no comen la carne…”, es decir, se potencia la exigencia para tener vida. Carne y sangre son en la cultura semita polaridades que denotan totalidad, integralidad, como cuando decimos “carne y huesos”, que en nuestra cultura expresan totalidad de la persona. Comer la Carne y beber la Sangre de Jesús no se puede entender literalmente como se creía en los tiempos primitivos de la Iglesia, sino que es una especie de encarnación del Hijo del hombre en nuestra vida, para que nuestros sentimientos, acciones y palabras manifiesten la vida de Dios. Pero al mismo tiempo también es comunión con el Señor y con cada miembro de su cuerpo eclesial o comunidad.
Por eso, gracias a la eucaristía, el creyente se encuentra unido a Jesucristo. Sin duda que para el que tiene fe es una compenetración recíproca donde la misma vida que el Padre comparte con el Hijo es compartida también con quien se adhiere al Hijo, formando una comunión de vida. Esta comunión de vida participada se manifiesta en la misión, es decir, no es una vida que se confina, sino que debe comunicarse a los demás.
“Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 57).
Fredy Peña T.