Los discípulos de Emaús, desanimados y decepcionados, ponen en evidencia el aparente fracaso del Señor. No lograron nunca ponerse de acuerdo acerca de cómo interpretar la actuación de Dios en la persona de Jesús, quien se había presentado como el profeta poderoso en palabras, obras y ahora estaba muerto. En este sentido, ¿cuántas veces invocamos a Jesús angustiosamente para luego no dejarlo entrar en nuestras crisis? Sin embargo, Dios sale al encuentro de aquellos caminantes angustiados y decepcionados, que respeta y espera.
Algo similar vivieron los discípulos de Emaús y, a pesar de sentirse desilusionados, describieron, con tristeza lo que las mujeres les contaron de la Resurrección. Así sucede también con muchas personas en crisis, su testimonio de Jesús parece verosímil o convincente, pero todavía no han logrado bajar el “asombro” de la experiencia del Resucitado a su corazón.
No obstante, las palabras de Jesús son duras: ¡hombres duros de…! Él prefiere abrir los ojos del creyente y por eso, desde la propia Resurrección, invita a no evadir la adversidad o los problemas para transformarlos en una realidad nueva, posible de llevar y vivir. En efecto, Jesús enseña a los discípulos de Emaús una lección de vida y de cómo enfrentar los momentos difíciles a través de un camino de superación y crecimiento necesarios para la madurez de la fe.
Al mismo tiempo, Jesús no rechaza el don sagrado de la hospitalidad. La fracción del pan es el momento del compartir, ese en que él nos busca, empatiza, respeta nuestros tiempos, alimenta nuestra esperanza y se hace uno con nosotros. Es aquí donde se produce el gran ¡milagro!, porque vencemos el miedo para dar paso al abandono en Dios: la tristeza se convierte en alegría y el pesimismo en confianza.
“¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” (Lc 24, 26)
Fredy Peña T