La resurrección de Lázaro es solo un signo que se proyecta a una realidad mayor y más profunda: “la victoria de Jesús sobre la muerte”. Tanto en los tiempos de Jesús como hoy, la creencia en otra vida después de la muerte no era aceptada por todos. La muerte era temida y se la consideraba una realidad dolorosa y terrible. Por eso el de María y el de los judíos es el llanto desconsolado por la impotencia y lo inevitable que es la muerte. Jesús, frente a la tumba de Lázaro, llora y contempla la condición del hombre bajo la influencia del pecado, como también la pesadumbre ante la muerte ciega no redimida por él.
El portento obrado por Jesús en Lázaro no es propiamente una “resurrección”, ya que al final de su vida Lázaro muere como cualquier mortal. No sucedió así con Jesús, porque al resucitar hubo una victoria definitiva sobre la muerte. En ese sentido, la fe en Cristo resucitado es lo que permite orientar toda nuestra existencia hacia la plenitud, es decir, pasamos de la muerte a la vida, pero no a cualquier vida, sino a aquella que nos lleva a dar un sentido al dolor y a la propia muerte. Es hermoso saber que no estamos condenados a un destino fatal, ya que la fe en Cristo nos ayuda a tomar conciencia de que la vocación del hombre es alcanzar la vida plena junto a Dios.
Jesús nos anuncia una resurrección que comienza desde ahora, pero como no se cree, muchos aún le temen a la muerte, incluso creyentes. El miedo a la muerte hace que el hombre se aferre a las cosas, lo material y el mundo. Jesús, con la resurrección de Lázaro, nos enseña que no debemos temer ni preocuparnos por saber cómo será la resurrección. Por esta razón, son varios los que se olvidan de lo fundamental, porque no quieren morir al pecado y se pierden la ocasión de: ¡Vivir ya como resucitados!
“El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
P. Fredy Peña T.