La purificación de Jesús en el Templo devela su pertenencia a Dios, pero también manifiesta quién es. En aquel acto, la familia de Jesús da signos de un origen pobre. En efecto, las madres ricas ofrecían, según la ley, un cordero y las pobres un par de tórtolas o pichones, como lo ofrecieron los padres de Jesús. En la entrega que hacen María y José, Jesús se consagra a Dios, pero también hay un gesto de agradecimiento que, según la convicción de Israel, estipulaba que las cosas son usadas correctamente solo si, antes de usarlas, se da gracias a Dios. A veces perdemos de vista este aspecto y recurrimos a Dios pidiendo, e incluso hasta “exigiendo”, sin valorar su bondad y generosidad.
En la escena de la Presentación, encontramos a dos personajes: Simeón y Ana. El primero se muestra como el que espera y el que ve. Él, como muchos creyentes de hoy, no ha renunciado a la esperanza, incluso frente a la aparente indiferencia de Dios. De hecho, quien acoge a Jesús no es un sacerdote del Templo sino alguien que gusta de las cosas de Dios, pero que intuye que Jesús es el representante de todos los pobres de ayer y de hoy. Vemos en el gesto de acogida una forma de “servir”, o sea, es un servicio a prueba de los que luchan por la justicia y no claudican hasta ver terminada su misión.
Por otra parte, Ana, que es una mujer anciana, piadosa y temerosa de Dios, vive dando gracias a Dios y anuncia a los hombres que en este niño se ha cumplido toda promesa. En la persona de Simeón y Ana están todas aquellas personas que viven rezando y pidiendo a Dios por los suyos. Es una pena que muchas veces sean objeto de burlas; sin embargo, Dios valora su actuar, pues con su sabiduría y constancia tienen el coraje de manifestar su fe. Interiormente mantienen una actitud más cercana y “viva” por el hecho de estar más en sintonía con Dios.
“Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel” (Lc 2, 34)
P. Fredy Peña T.