En la solemnidad de la Inmaculada Concepción, la Iglesia se alegra y proclama a la Virgen María como la “bendita entre las mujeres” y a su Hijo como el “bendito fruto de su seno”, que será llamado el Hijo de Dios, el Hijo del Altísimo, y se le dará el trono de David. La encarnación del Hijo de Dios no se presenta al mundo en un palacio de una gran ciudad, sino desde la periferia, en un pueblo de Galilea, llamado Nazaret. Desde allí, en el seno de una joven, María, se plasmará el símbolo de todos los pobres que esperan la liberación. Ella es la prometida de José, descendiente de David y cuyo noviazgo era considerado por los judíos como un matrimonio, el que ─según la costumbre─ comenzaba cuando el marido llevaba a la novia para su casa. Sin duda que el modo extraordinario en que Jesús fue concebido demuestra, por una parte, la novedad con que Dios irrumpe en la historia; y, por otra, reviste un carácter pasional, puesto que revela el amor de Dios por la humanidad. Es el principio de las bodas entre el que ama y al mismo tiempo los que son amados.

Ese mismo amor también se manifiesta en el saludo del Ángel a María: Alégrate, llena de gracia… Esto es una apelación a las alegrías mesiánicas. No obstante, María queda turbada, puesto que dirigir un saludo a una mujer no era común para la época. Por eso el Ángel explica a María cómo concebirá y dará a luz: el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra… A veces, la sombra es una señal que nos dice que Dios es, al mismo tiempo, presencia y misterio: presencia que lo hace conocido y misterio que impide que sea manipulado. Sin embargo, en ese “saludo”, también se muestra la novedad de Dios, ya que se acaban los prejuicios sociales: Dios se encarna en la historia y construye un proyecto de amor, sobre todo con aquellos que aún creen que para Dios nada es imposible.

“¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28).

P. Fredy Peña T., ssp