La enseñanza de Jesús tiene una doble finalidad: primero, desenmascarar la falsa religión de algunos –los fariseos−, que se jactaban de ser justos despreciando a los demás; y, segundo, aleccionar a los discípulos para que alcancen una auténtica relación con Dios. El relato describe al fariseo que se siente seguro en su propia bondad y se justifica a sí mismo. Por su parte, el publicano, al sentirse lejos de Dios y al no poder confiar en sí mismo, se considera un “pecador”. Entre ambos hay un contraste muy fuerte, en cuanto al comportamiento y a la idea que tienen de Dios y la oración.
En la vida de fe es muy probable encontrarse con personas que se consideran justas, buenas, piadosas y por el hecho de ser partícipes de una comunidad se sienten con derechos y privilegios. Por eso es posible que se identifiquen más con el fariseo que con el publicano. Los fariseos o separados son los que mantenían, con su ideología y relaciones de interés, una práctica religiosa de lo puro e impuro. Despreciaban a los que no conocían la ley y se creían los auténticos cumplidores de esta.
Por su parte, el publicano era todo lo contrario del fariseo: siendo cobrador de impuestos de los romanos, era acusado de hereje y culpable de extorsión y corrupción. Además, su oficio era impopular por ser usurero. A pesar de ello, el publicano se reconoce que está en deuda con Dios, porque en su esfuerzo por observar la ley descuida el mandamiento del cual brota el amor a Dios y al prójimo. Su oración es más auténtica que la del fariseo, porque no siente que Dios está obligado a recompensarlo: Rezar no es un intercambio de favores, sino estar abiertos al misterio de Dios. La gran diferencia entre el fariseo y el publicano estriba en que el primero no quiere ser “salvado”; en cambio, el publicano necesita, quiere y cree en el perdón de Dios.
“Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc 18, 14).
P. Fredy Peña T., ssp