El encuentro de los diez leprosos con Jesús tuvo su lado gratificante pero también ingrato, pues si bien todos fueron curados de su lepra, solo uno regresó para agradecer al Señor. Es paradójico el hecho de que una enfermedad llegue a reunir a un grupo de judíos con un samaritano, puesto que eran enemigos. A veces una desgracia sirve para unir a las personas.
Los leprosos de aquella época estaban obligados a vivir fuera de toda actividad y vida social. Según la ley, debían alejar a las personas que intentaran acercarse, ya que su enfermedad era considerada como un castigo de Dios y muy contagiosa. Los leprosos, y sobre todo el samaritano, son la síntesis de la marginación y la pobreza. ¡Cuántas veces su clamor por estar al margen de la sociedad es un llamado a la vida, más que una denuncia de su miseria! Sin embargo, en el relato solo uno volvió agradecido donde Jesús, porque tenía fe y quería encontrar al Salvador. En efecto, la sed no se aplaca con un vaso de agua; es necesario encontrar la fuente: Al don debe corresponder el agradecimiento a quien lo dona.
Jesús responde a la fe de los marginados: “vayan a presentarse…”. Los sacerdotes debían dar el alta al leproso curado y luego ambos realizar un rito para ofrecer sacrificios de purificación (cf. Lev 14, 1-32). Pero el samaritano priorizó ir al encuentro de Jesús, porque solo la relación con Dios nos saca de toda estructura, cerrazón y de prejuicios. El Señor nos muestra que los marginados y todo aquel que esté excluido de la sociedad están más llanos al don inmerecido de la gratuidad.
La curación de los diez leprosos es un verdadero camino de fe, porque nace del lamento de quienes aún creen y tienen esperanza en la Buena Noticia. Y como creyentes agradecidos, le damos gloria a Dios, porque reconocemos que, en Jesús, Dios está llamando a los marginados de hoy.
“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lc 17, 18).
P. Fredy Peña T., ssp