Son muchas las veces que leyendo esta parábola del rico y de Lázaro nos queda la sensación de que los primeros, por disfrutar del lujo y banquetes, están condenados; en cambio el “pobre”, que vivió en el sufrimiento, merece el cielo. Mirado así es una visión muy simplista, porque más allá de los prejuicios hacia los que tienen más, la parábola es una invitación al “discernimiento”. ¿Cuál será el fin de quien no supo compartir lo poco o mucho que tuvo en vida? Es cierto que Jesús se inclinó por los marginados y al llegar la muerte su juicio se nivelará para todos. No obstante, en la parábola, el desenlace es diferente tanto para el rico como para Lázaro, pues este último es ayudado por los ángeles.
En este sentido, no se trata de una condena de los ricos ni de una exaltación de los pobres, porque también muchos, bajo esta condición de “pobres”, se abandonan a su suerte esperando que todo les llegue desde arriba. Jesús manifiesta una amonestación para que podamos abrir los ojos y se haga un uso justo del dinero injusto, es decir, el propietario insensato debe convertirse para que sea un administrador prudente. Por eso, el hecho de que el rico llamara “padre” a Abraham no fue suficiente para obtener la salvación, porque es necesaria una práctica que refleje la misericordia del propio Abraham.
Sabemos que la existencia terrena es un puente tendido sobre el abismo entre la vida y la muerte. Y en el transcurso de esta se atraviesa ejerciendo esa “misericordia” que incluso será invocada después de la muerte por quienes se burlan de ella. En efecto, es un error continuar con una mirada materialista de las cosas ?como el rico? que elimina toda posibilidad de un “más allá”: la ambición y la acumulación producen muerte; en cambio, la participación lleva a una Vida para todos.
“Si no escuchan a Moisés…, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (Lc 16, 31).
P. Fredy Peña T., ssp