Jesús va camino a Jerusalén y en ese trayecto hace un discernimiento de la voluntad y del amor de Dios. A medida que avanza, lanza desafíos a quienes desean seguirlo, a tal punto que sus palabras y acciones son como un espejo en el cual nos vemos y evaluamos. El Señor critica a su generación porque se ha dejado llevar por sus impulsos, deseos y por la cotidianeidad en la que viven. Se han olvidado de que, en medio de sus afanes, Dios está presente entre ellos a través de la instauración de su Reino.
Hasta ahora solo se han preocupado del tiempo presente, de ese tiempo cuantitativo (Kronos) por el que pasan las horas, días, meses y años. No han notado que existe otro tiempo (kairós en griego), el cual no puede ser cuantificado pero que tiene la virtud de transformar la vida, pues no toma en cuenta lo “cuantitativo”, sino en qué medida se ha aprovechado y se ha madurado en el amor a Dios. Por eso, el discípulo de Jesús ha de vivir en la luz del juicio de Dios, que es el antídoto a cualquier falsedad o hipocresía.
Jesús debió atravesar las aguas y el fuego del discernimiento para realizar la voluntad de su Padre y quien desee seguirlo debe elegir un camino: obrar según los criterios humanos o los de Dios. En efecto, el amor de Dios es un fuego que busca encender los corazones de los que ama: “no hay amor que no desee ser correspondido”. Por tanto, Dios no rechaza la reciprocidad, sobre todo cuando sus hijos hacen ?por amor?, lo que a él le agrada.
Es necesario reconocer el tiempo presente como el momento para convertirnos y tomar una opción. Quedarnos en la orilla donde los justos, los ateos y los religiosos se ponen en evidencia y dicen “no tengo necesidad de conversión” es una cara de la moneda; la otra es asumir con humildad nuestra condición de “pecadores” y convertirnos por amor a Dios y a su Reino.
“¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra?” (Lc 12, 51).
P. Fredy Peña T., ssp