El episodio de la Pasión del Señor nos lleva a confirmar la fidelidad y determinación del “Siervo Sufriente”, que encuentra su plena realización en la persona de Jesús. Es como hacer un viaje cuyo itinerario comienza y termina en Jerusalén. Durante este recorrido, Jesús ha manifestado su misericordia y el perdón, acogiendo a los pecadores, rescatando a los extraviados y ayudando a los más débiles y discriminados. Pero también ha sido objeto de alegría su anuncio y así lo han experimentado todos aquellos que han creído en su persona.
El gran pecado de Jesús para las autoridades judías fue autoproclamarse como “Hijo de Dios”, lo cual era una herejía. En el fondo, sus enseñanzas constituían una amenaza para la “seguridad nacional” y ni Pilato o Herodes encontraron razones para condenarlo a muerte. No obstante, la injusticia que se cometió con Jesús fue evidente. Esa sinrazón de sus paisanos es la misma que se experimenta hoy, cuando como “creyentes” vivimos como si Dios no existiera y negamos, con nuestros actos, que Jesús no tiene nada más que decir o enseñar.
Hoy, desde la Cruz, él nos dice: “Padre, perdónalos porque…”. Él siempre está dispuesto a consolar y animar a todo aquel que, con un corazón arrepentido, reconoce que es Dios y le pide clemencia “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Para muchos, estas palabras no significan nada, porque hoy se rehúye y desprecia todo lo que implica sufrimiento y muerte. Lástima que como “creyentes” aún no descubrimos la dimensión redentora del dolor. Sin embargo, la cruz refleja el momento culmen de la vida de Jesús. Porque es allí donde queda de manifiesto su realeza. Él es el rey justo que perdona, acoge y comparte su Reino con el “ladrón arrepentido” y aún espera que “otros” también lo hagan.
“Él le respondió: ‘Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso’” (Lc 23, 43).
P. Fredy Peña T., ssp