El evangelio nos presenta la alegría y la misericordia de Dios como prenda de salvación, para los hijos perdidos. En la parábola del hijo pródigo se expresa el amor sin límites de Dios. En el relato, el hijo mayor representa a los hijos de Israel (inimputables por cumplir los mandamientos); el hijo menor personifica a todos los marginados, pecadores y paganos convertidos. Al pedir su parte de la herencia, la cual debía concretarse una vez que falleciera el padre, sin que se cumpla esta normativa, el padre no la desestima y acepta tal petición, lo que muestra su total imparcialidad. Dios no nos paga según nuestras acciones, su bondad es un don gratuito.
Una vez lejos de su padre, el hijo menor comienza a pagar el precio de su inmadurez, pues en tierras extrañas vive la condición de siervo y la humillación que eso conlleva. Cansado de tanta pellejería, decide regresar y nuevamente es acogido. Es la misma acogida que Dios da a sus hijos cuando se muestran sinceramente “arrepentidos”. Su compasión por el sufrimiento y humillación humana es tal, que para él no tiene cabida “otra” actitud que no sea la del buen samaritano. Dios siempre busca restablecer la dignidad perdida de sus hijos.
Por su parte, el hijo mayor da la impresión de que cumple con el “ideal de hijo”. Sin embargo, su irresponsabilidad fundamental radica en que no desea reconciliarse, no se alegra por su hermano ni se adhiere al proyecto de su padre y por eso le reprocha hace tantos años…”; es decir, no pone su vida en la relación padre-hijo, sino en la de patrón-siervo. Así también actúa Dios, reclama la autenticidad en el amor. En este sentido, la parábola no dice si el hijo mayor asumió una “auténtica reconciliación” como para perdonar a su hermano. Esa es una incógnita que debe responder todo creyente a la hora de poner en práctica el amor misericordioso de Dios padre.
“Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (Lc 15, 23).
P. Fredy Peña T., ssp