La invitación que el Señor nos hace tiene carácter perentorio, es decir, hay premura por la conversión antes de que sea demasiado tarde. Jesús es informado del triste final de unos fieles galileos que fueron asesinados mientras ofrecían sacrificios en el templo. No resistieron que Pilato se aprovechara del tesoro del templo para otros menesteres. La mentalidad de la época creía que las “tragedias humanas” eran un castigo de Dios por sus pecados. Jesús echa por tierra esta antigua creencia que venía de la doctrina de la retribución: la persona, junto con haber obrado mal, más la ira de Dios, traía como consecuencia el castigo y la muerte.
Hay que erradicar la idea de que Dios lleva una cuenta bancaria de nuestros pecados, pero también ser conscientes de que el tiempo de la conversión no es ilimitado. Él no es un Dios vengador. Al contrario, él es un Dios que nos acompaña, sobre todo cuando la “desgracia humana” se ensaña y nos quita la paz. En ese momento, Dios nos invita a aceptar el proyecto liberador instaurado por el propio Jesús; si se rechaza, entonces está la posibilidad de que las personas se destruyan a si mismas y sean cómplices de continuas muertes.
Por su parte, la parábola de la higuera representa esa falta de respuesta del pueblo de Israel al compromiso con Dios, como también la tiene todo creyente cada vez que basa su confianza en los criterios del mundo. La desilusión del dueño de la higuera es la misma que siente Dios al ver a sus hijos más preocupados por ser, tener, poseer, manipular que por “cambiar” su corazón obnubilado.
Dios apuesta por la persona más allá de lo que pueda parecer absurdo. Sabemos que él es misericordioso, pero no podemos abusar de su amor. La conversión es la vuelta a la persona de Dios Padre, es tener un sentido de pertenencia por las cosas del Reino y la mirada esperanzadora por los muchos frutos que podemos dar.
“Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré”
(Lc 13, 8)
P. Fredy Peña T., ssp